Hoy, 18 de Diciembre, se conmemora el Día Internacional del Migrante, una fecha proclamada por la Organización de las Naciones Unidas, para rendirle tributo a quienes dejan su tierra en busca de mejores condiciones de vida y engrosan las filas de los millones y millones de inmigrantes al rededor del planeta.
En un día como hoy, quisiera compartir con ustedes un relato de uno de los muchos valientes viajeros, que se animan a diario a cruzar fronteras, sumar caminos y empezar vidas nuevas, en tierras lejanas.
Hace muchos años, cuando llegué a este país, conocí la historia de un inmigrante ecuatoriano que me marcó para siempre. Como muchos de los trabajadores que dejan su terruño en busca de mejores posibilidades de vida, Juan, había salido de su pueblo natal al lado del mar, muy cerca de la mitad del mundo. Un pequeño caserío ecuatoriano, donde según me contó, el calor y la alegría, reinaban durante los 365 días del año. Juan tenía a su esposa, 4 hijos y una vida medianamente tranquila, pero el trabajo, conduciendo camiones, empezó a ponerse lento y ya no era suficiente para llevar sustento a casa.
Con el fin de cambiar su destino, tomó la decisión de iniciar una travesía que incluyó traspasar varias fronteras y poner su vida en peligro más de una vez. Juan “contrató” en aquel entonces (año 2003) los servicios de coyotes “especializados” que prometieron traerlo desde Ecuador hasta territorio estadounidense. Después de viajar en barco, bus y hasta en tren, la última parte de su recorrido, para cruzar la frontera entre Mexico y Estados Unidos, la hizo oculto en la carrocería de un autobús gigantesco, en la que iban apiñados una veintena de personas sin oxígeno, sin alimento y sin posibilidad de moverse. Hombres, mujeres y niños sentados “de piernas abiertas” y en fila, sobre el tubo de emisión de gases del automotor. El me contó que los vio morir, uno a uno, durante ese angustiante camino, por asfixia, intoxicación con monóxido de carbono, hambre y fatiga. Al final solo Juan y una mujer, pudieron vencer las inhumanas pruebas de ese viaje y llegar milagrosamente a los Estados Unidos.
En California fue escondido en una casa, sin comida, durante varios días, con al menos 40 inmigrantes más, quienes como él, venían de diferentes lugares, en busca de un sueño americano. Los “coyotes” los ocultaban en residencias, bajo condiciones infrahumanas, sin derecho a un baño, una cama o una comida digna, mientras los viajeros reunían, con familiares y amigos, el dinero para pagarles por haberlos traído hasta aquí. Los que no contaban con la suma requerida, como Juan, terminaban firmando documentos y compromisos de pago, por una deuda millonaria, para que los dejaran salir en busca del “sueño”. Juan puso su vida como garante y empeñó además, la casa de sus padres, un pequeño pedazo de tierra en Ecuador, donde ellos no solo habitaban, sino que además cultivaban el campo, para poder subsistir. Así fue como logró “su libertad”.
Al llegar a Nueva York Juan consiguió tres trabajos. Las obligaciones con su familia y la deuda con los “coyotes” así lo exigían. Dormía tres horas al día, porque no había tiempo para nada más. Trabajaba pintando casas, lavando platos en un restaurante y acomodando mercancía en un almacén. Su lugar de residencia era una vivienda en Southampton que compartía con 17 personas más. Recuerdo que una de las cosas que más me impactó de su historia, era que me dijera que le encantaba su “habitación”, porque le tocaba dormir en un closet, donde no entraba el ruido de los demás residentes de la casa. Si, Juan dormía en un armario.
No tenía vida, no había diversión, ni distracción. Su único objetivo era llegar a fin de mes, con el dinero suficiente para mandarle a su familia en Ecuador y abonar a la deuda que había adquirido con sus “coyotes”. Lo último que quería era que sus padres perdieran lo único que tenían en la vida: su pedazo de tierra.
Después de tres años de estar en ese ritmo implacable, un día, mientras pintaba una casa, descalzo, porque hacía un calor infernal, en medio de uno de esos veranos neoyorquinos, un compañero de trabajo se percató de que uno de los dedos de su pie estaba morado y le preguntó a qué se debía. Juan no le prestó importancia porque pensó que en alguno de sus tres trabajos, había tropezado con algo sin darse cuenta. Sin embargo al cabo de los días empezó a sentir unas protuberancias en el muslo derecho, que sí le parecieron sospechosas. Como no tenía dinero, ni seguro, le pidió ayuda a un sacerdote local, que lo llevó con un doctor para que lo revisara. Luego de algunas pruebas, el médico le dio un diagnóstico catastrófico: Juan tenía cáncer y sin darse cuenta la enfermedad se había regado por todo su cuerpo. Había sentido algunos dolores y molestias, pero siempre se las adjudicaba al cansancio por sus tres trabajos y a la falta de sueño.
A Juan los médicos le dieron 6 meses de vida.
Recuerdo que en aquel entonces, la comunidad latina de los Hamptons, se movilizó y le ayudó para que pudiera regresar a casa, a pasar con su familia los últimos días de su vida. Se hicieron rifas, se vendieron cosas y finalmente Juan regresó a Ecuador donde falleció, al cabo de unos meses, al lado de los que amaba.
Su historia, triste y sin final feliz, es solo una de las muchas que cuentan los inmigrantes en los Estados Unidos. No todos viajan con coyotes, muchos ingresan de manera legal a este país, algunos vienen incluso con sus documentos para quedarse de manera permanente, otros cruzan fronteras, viajan por tierra, por mar por aire, pero TODOS tienen algo en común: La valentía que se necesita para dejar la casa y emprender una aventura en un lugar desconocido. Eso es algo que sólo podemos entender quienes lo hemos vivido, aquellos que entramos en la categoría de MIGRANTE.
Dejar nuestros países, nuestras costumbres, nuestros afectos y a las personas que amamos, todo por un acto de fe. Fe en un futuro mejor, fe en un cambio, fe un porvenir más prometedor.
En las factorías, en los cultivos, en las construcciones, en las oficinas, en los almacenes, en las universidades, en las casas de la gente adinerada de los Hamptons, en las escuelas, en los hospitales, en las compañías grandes o pequeñas, en todas partes hay un migrante con una historia y un cúmulo de sueños. Algunos con relatos incluso más duros y reveladores que los de Juan.
Y para todos ellos va dedicado, desde el fondo de nuestro corazón, este editorial.
Por su valentía, por su fuerza, por el empeño que le ponen cada día a su trabajo, por el amor con el que se levantan muchas veces antes de que se levante el sol. Por las huellas visibles que deja el trabajo en sus manos y por las huellas invisibles que deja el día a día en su alma.
Ustedes que han traído a este país, un poquito del suyo. Ustedes que han logrado contagiar con su alegría y sus costumbres, la acelerada vida americana. Ustedes que sufren, lloran y encaran problemas, pero que a pesar de todo, siempre encuentran un motivo para sonreír, para bailar, para cantar, para degustar un buen plato de nuestra variada gastronomía.
Por los que han sido separados abruptamente de sus seres queridos, por las familias divididas, por los jóvenes soñadores, por los que están en lista de espera de deportación, por los que aguardan pacientemente a que se resuelva su estatus migratorio, por los que ya lograron vencer ese obstáculo, por los que han estado en la primera línea de batalla, luchando contra el COVID-19, por los que contribuyen con su trabajo en todos los sectores de la economía, para que este país sea mucho más próspero. Por TODOS y cada uno de los migrantes, por sus vidas y sus anhelos.
Feliz Día Internacional del Migrante!!!! Porque sus sueños, son los nuestros!!!