Nunca en la vida imaginé que iría a Oceanía y que visitaría Nueva Zelanda.
Cuando era niño vi una película/documental de los mares del sur en cinerama en un teatro de mi querida Cali, Colombia y me quedé enamorado de esa parte del mundo. Las imágenes de días claros sin nubes en playas blancas y cristalinas donde el viento juega a su antojo en medio de las palmeras y una selva muy tupida que llega al mar donde gente hermosa vestida de colores vivos sonríe amigablemente mientras pasa la vida en una especie de paraíso, me han acompañado toda la vida.
En 2006, el mejor amigo de mi vida, mi Rafael, aconsejado por unos colegas, me invitó a dar una vuelta al mundo, iniciando el viaje por un lado del hemisferio y volviendo por el otro. La idea era empezar la vuelta por Vancouver en Canadá, visitando luego Tokio, pasando después a Nueva Zelanda, Sidney en Australia, haciendo parada en Singapur, y de allí volando a Milán y después a Barcelona. Emocionado por la idea de visitar Oceanía, enseguida nos pusimos de acuerdo, compramos un par de guías y con los consejos de los amigos de Rafael y la ayuda de Arola de la agencia de viajes, montamos el viaje.
En noviembre de 2007, después de un año familiarmente muy complicado, iniciamos el recorrido planeado. El motivo del viaje era llegar a Nueva Zelanda, que según nuestros consejeros era el país más hermoso del mundo, y por ello decidimos estar allí más días que en el resto de los sitios que íbamos a visitar. Llegamos a Auckland, en la Isla del Norte, alquilamos un coche y durante 10 días hicimos un recorrido espontáneo en las dos islas. Hubo flechazo desde el primer día. No me había ido y ya empezaba a querer volver a Nueva Zelanda.
Podría contar cientos de anécdotas del recorrido, describir miles de las fotos mentales que me hice embobado mientras veía tanta belleza, explicar la paz que sentía cuando recorríamos el país asombrados por tanta armonía. No sé qué me gustó más, si las casitas todas diferentes y de colores repartidas por todo el país, o los Alpes de la isla del sur, o los nevados, o los glaciares, o las cascadas, o el color azul del Mar de Tasmania, o los fiordos, o el civismo y la empatía de sus gentes, o los lagos inmensos, o los ríos de color azul pastel, o los volcanes, o los bosques, o los jardines, o su cultura, o las cafeterías y la ceremonia que hacían para preparar un café, o el silencio que lo embriaga a uno cuando observa la naturaleza en su máxima expresión. No sé con qué podría quedarme.
Nueva Zelanda nos recibió con los brazos abiertos. Es un país acogedor y diverso, cuya historia incluye la inmigración de maoríes, europeos, isleños del Pacífico y asiáticos. Tiene una rica mezcla de culturas, combinada con paisajes geológicamente fascinantes y una flora y fauna única. El patrimonio natural que tiene el país es impresionante, pero también goza de unas infraestructuras de primer nivel, con ciudades modernas y bonitas con todos los servicios. Es un país cómodo de visitar, donde uno quisiera vivir y aprender cómo lo han hecho para lograr un país especial. En ese primer viaje le cogimos afecto y admiración a la tierra de los kiwis y nos prometimos que volveríamos. Se nos hizo muy corta esa primera expedición.
Volvimos a Nueva Zelanda En 2017, 10 años después de nuestro primer viaje. Esta vez nos vinimos 3 semanas y pudimos hacer un recorrido más exhaustivo, aunque también se nos hizo corto. Hubiésemos estado mucho más tiempo en ese país tan querido al que siempre quiero volver. Lo más bonito fue comprobar que vale la pena ir al otro lado del mundo (literalmente) y que esa sensación que nos dejó el primer viaje era absolutamente auténtica, pues comprobamos que se trata de un lugar realmente mágico y especial.
En una de esas carreteras perdidas de la isla del sur, pasando por la calle principal de un pequeño pueblo, paramos delante de una panadería donde la gente del lugar iba a comprar el pan. Queríamos comer algo rápido y seguir. Nos pedimos unos pastelitos llamados Sponge drops que tenían muy buena pinta. Son una especie de sándwiches de bizcocho, mermelada y nata. Deliciosos. Vaya descubrimiento. Nos compramos unas bebidas y nos fuimos al coche a comérnoslos. Volvimos a la pastelería a buscar más porque nos gustaron mucho. La crema de leche en NZ es una delicia, por la calidad de la leche que tienen allí. Es curioso que en algunos hoteles de bienvenida dan a los huéspedes una pequeña botella de fresca y deliciosa leche.
Todo lo que sea neozelandés me encanta, me sabe dulce y suave, a felicidad, como los sponge drops. Es mi país favorito del mundo, en eso coincidimos con Rafael, mi mejor amigo, mi compañero. ¿Volveremos a Nueva Zelanda? Espero que sí, ojalá tengamos la suerte de hacerlo. Ya hace casi 4 años que fuimos, y en poco tiempo han pasado tantas cosas que uno no sabe qué pensar. Solo tengo claro que el mundo es un lugar hermoso y que somos herederos de él. Que en Nueva Zelanda cuidan la naturaleza como lo tendríamos que hacer todos en todo el mundo, para entregarla mejorada a las generaciones siguientes.
De momento les traigo la receta de los Sponge Drops de Nueva Zelanda, un pastelito como ese país, sencillo y delicioso.
INGREDIENTES:
MASA: Cantidades para 24 drops
- 2 huevos,
- ½ Taza de azúcar en polvo,
- ½ Taza de harina (60-65 gr),
- ½ CC de levadura royal.
RELLENO:
- 1 vaso (200 ml) de nata de montar (heavy cream) muy fría,
- Gotas de vainilla,
- 3 CS de azúcar en polvo.
- Mermelada de vainilla o fresas frescas.
PREPARACIÓN:
MASA:
Juntar la harina y el polvo royal y pasar por un cernidor un par de veces.
Batir los huevos, e ir incorporando el azúcar poco a poco, hasta que quede bien integrada. Añadir la harina con levadura y mezclar muy bien.
En una bandeja de horno con papel de horno, dejar caer sobre el papel una cucharada sopera de la mezcla. Cada cucharada debe generar un drop de 2 pulgadas (5 cm) de diámetro.
Hornear en horno precalentado a 350ºF (180ºC) por 8-10 minutos, hasta que estén ligeramente doradas por encima. Dejar enfriar.
RELLENO:
Montar la crema de leche muy fría con el azúcar y la vainilla, y poner en una manga pastelera con boquilla.
Cortar las fresas en láminas finas.
MONTAJE:
Utilizar dos drops. En una de ellas echar una base de crema de leche y disponer varias lonchas de fresas, o un poco de mermelada de fresa. Cubrir con la otra. Espolvorear azúcar en polvo por encima. Adornar con una fresa y hojitas de menta.
Foto: foodtolove.co.nz
Nota del Chef: Esta receta es parte de una serie semanal. Mi deseo es que nos permitamos hacer un viaje por el mundo que he conocido y que descubramos recetas de comidas deliciosas y fáciles y que las adoptemos para hacerlas en casa con los nuestros para poder viajar y conocer al menos una parte de esos lugares de los que les voy a hablar.